Empezamos a caminar desde la población de Mérens les Vals, con una suave y cómoda pendiente, por pista. Pronto entramos en el bosque, donde nos volvemos a encontrar algunos de los mismos problemas que en la etapa anterior, mucha agua y barro en el camino.
Ahí vamos, intentando no ponernos perdidos hasta las cejas.
Así avanzamos, saltito a saltito, sin muchos problemas hasta el túnel de L’Hospitalet, donde nos flipamos como buenos frikis que somos: ¡No…. Puedes…. Pasar! Si es que los vinos con el tiempo maduran y mejoran, los hombres no.
Empieza entonces lo divertido, que básicamente significa subir p’arriba sin parar para llegar al Coll de Puymorens, a 1920 m de altitud, punto más alto de la caminata y fin de las desdichas para muchos (para unos más que para otros).
Fotito de rigor en el palitroque que saluda nuestra pequeña hazaña. A fin de cuentas, la subida zigzaguea con una pendiente bastante accesible, aunque no dejan de ser 1000 m de desnivel en 17 km, y claro, eso cansa.
Nos lanzamos con el ánimo que proporciona la bajada que nos dejará en el cruce con la carretera, donde pastan alegremente unos chuletones de vaca vieja (efectos de la subida) y unos estupendos caballos de Merens, típicos de la zona y que tienen denominación de origen, como los jamones buenos.
Nos queda una horita para comer, ya que el cielo está un pelo encapotado (cualquier excusa vale para llegar a Porta, donde hay… ¡un bar!) y seguimos bajando, directamente por un torrente embarrado. A alguien se le ocurrió que debía ser buena idea desviar el camino para evitar el agua, lo cual se lo agradeceríamos de todo corazón si también se le hubiese ocurrido hacer un puentecito en el río.
Sí, el agua fresquita favorece la circulación, pero el agua del deshielo toca un poco los innombrables. No hay tutía y sufro como una nenaza para cruzar los interminables metros que separan los dos lindes. No lloré porque soy el presi y tengo que mantener la compostura, pero ganas no me faltaron.
Después de ésto, el camino desemboca en una ancha pista que nos lleva hasta Porta, donde entramos con los estómagos rugiendo de hambre. Los primeros ya han llegado hace un rato y se han apalancado en unas mesitas muy chulas al lado del río para comer.
Nosotros, como somos unos chicos muy curiosos y allá donde vamos nos gusta conocer todos los rincones (a sabiendas que en los rincones más oscuros se encuentran los mejores bares). Cruzando la carretera llegamos a nuestra ansiada meta: la cerveza fresquita.
Y esto se acabó hasta finales de septiembre, donde nos espera la etapa reina del GR, que nos pillará flojos tras el verano, lo que seguro la hará mucho más divertida.