Estaba en Berlín por temas de trabajo, después de la cena, tomando una cerveza con mi jefe y nuestro contacto en Alemania, cuando una imagen en la esquina de la barra del bar atrae mi mirada irremediablemente: ¿Pero qué carajo es lo que hay en ese bote?
Es algo superior a mí: algo metido en un frasco con un liquidillo y un montón de hierbas pululando por allí… Eso pinta a fermentado… y es algo que no podemos dejar de probar antes de irnos. Así que nada, llamo al camarero y le pido uno ante la atónita mirada de mis partners.
Me explican que es una receta típica de la zona y me dan un papel con las instrucciones para comerlo.
1. Pelar el huevo
2. Sacar la yema (nótese el colorcillo rancio que desprende por el exterior) con una cuchara.
3. Echar un poco de vinagre y aceite (eso sí que daba miedo… por dios, a saber de qué era ese aceite)
4. Un poquito de sal y…
5. ¡Zas! ¡P’adentro!
La verdad es que sabía un poco más avinagrado que un huevo duro, pero pensaba que iba a ser algo un poco más, digamos extremo.
Finalmente me comí dos. Al día siguiente, para alivio de mi jefe, me desperté del mismo color que la noche anterior y sin necesidad de ir al lavabo más allá de lo normal; por lo que pudimos entrevistarnos con los posibles clientes sin contratiempo alguno.