Nuestro periplo por la Ciudad de la Luz acaba con la visita al barrio de Montmartre, el barrio de los pintores, icono del París bohemio. Su red de intrincadas callejuelas albergan multitud de estudios de artistas, bares de moda, tiendas y el mítico Moulin Rouge.
El acceso a la Place du Tertre se realiza por medio de una empinada escalera de 197 escalones, que desde abajo tienen una pinta amenazadora, pero que no son nada comparados con los 1810 que nos separaban de los Sealy Tarn de Nueva Zelanda, aunque Asier quizás no opine lo mismo.
Una vez arriba podemos disfrutar de unas espléndidas vistas de la ciudad, acompañados de otros miles de turistas como nosotros (cosas de los lugares bonitos y concurridos).
El plan no es otro que callejear y dejarse llevar sin mucho orden, observando el sinfín de pequeños lugares con encanto que salpican sus estrechas calles.
Su elemento más emblemático es la basílica de Sacré Coeur, uno de los lugares sagrados más importantes de París, y realmente bonito.
Otro de los atractivos son las tiendas, cafeterías y los pequeños talleres que crecen como setas en el barrio.
Cuando nos cansamos de pasear y tras comer algo en una de las innumerables creperías que pudimos encontrar, tomamos rumbo al Cementerio de Père Lachais, el más grande de París y uno de los cementerios monumentales más famosos del mundo por la cantidad de personajes célebres que descansan allí.
Las colosales dimensiones y el interés que despiertan entre sus numerosos visitantes hacen que una foto al plano de la entrada sea más que imprescindible para poder tratar de encontrar el lugar que buscas. En mi caso no era otro que la tumba de Jim Morrison, símbolo de la época en que tenía bastante más pelo que ahora.
Como de costumbre llegamos a esas horas en el que el resto de Europa cierra y en la que en agosto en España estaríamos en mitad de la siesta, cuando no acabando la sobremesa.
Así que no pudo ser. Un funcionario con un cencerro del copón casi nos deja secos en el sitio avisando del cierre del lugar, sin que pudiésemos ubicar las tumbas que buscábamos, ni la de Jim, ni las que quería ver Melania: Édith Piaf , que también cantaba, aunque como no se metía ácido, podía acabar los conciertos sin caerse en el escenario; Molière (éste no cantaba. Su objetivo era el de «hacer reír a la gente honrada» con sus comedias, como Rajoy cada vez que tiene que explicar algo en el congreso), ni la de…
¡Vaya, que no nos dio tiempo a ver nada de nada!